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Aprende una cosa básica: haz lo que quieras hacer, lo que te encante hacer y nunca pidas reconocimiento

Amado Osho:

¿Por qué necesito aprobación y reconocimiento, particularmente en mi trabajo? Me ponen en una trampa; no puedo funcionar sin ellos. Sé que estoy metido en esta trampa, pero me siento atrapado en ella y no parece que sea capaz de salir. ¿Puedes ayudarme a encontrar la puerta?

"La pregunta es de Kendra.


Se debe recordar que la necesidad de aprobación y de reconoci­miento es una cuestión que atañe a todo el mundo. La estructura de nuestra vida es tal que se nos enseña que a menos que tengamos el reco­nocimiento de alguien, no valemos nada. Lo importante no es el traba­jo, sino el reconocimiento. Y esto es poner las cosas al revés. El trabajo debería ser importante, una alegría en sí mismo. Deberías trabajar no para ser reconocido, sino porque te gusta ser creativo; deberías amar el trabajo por sí mismo.

Ha habido muy poca gente que haya podido escapar de la trampa en la que te pone la sociedad, como Vincent Van Gogh. Él continuó pin­tando -estaba hambriento, sin casa, sin ropa, sin medicinas, enfermo- ­pero siguió pintando. No se vendía ni uno de sus cuadros, no recibía ningún reconocimiento de nadie, pero lo extraño es que en estas condi­ciones seguía siendo feliz, feliz porque podía pintar lo que quería. Con reconocimiento o sin él, su trabajo tiene un valor intrínseco.

A la edad de treinta y tres años se suicidó; no por miseria o angus­tia, no, simplemente porque ya había pintado su último cuadro en el que había estado trabajando durante casi un año, un atardecer. Lo intentó docenas de veces, pero como los intentos no cumplían con su nivel de exigencia, los deshacía. Por fin consiguió pintar el atardecer tal como lo quería.

Se suicidó dejando una carta a su hermano que decía: «No me sui­cido por desesperación. Me suicido porque ahora no tiene sentido vivir; mi trabajo está acabado. Además, me ha resultado difícil ganarme la vida, pero seguía adelante porque tenía trabajo que hacer, un potencial en mí tenía que realizarse. Ha florecido, ahora ya no tiene sentido vivir como un mendigo.

«Hasta ahora no lo había pensado, ni siquiera lo había visto. Pero ahora es lo único que veo. He florecido hasta el máximo, estoy pleno. Ahora seguir adelante, buscando formas de ganarme la vida, me parece estúpido. ¿Para qué? Por tanto, en mi opinión, no es un suicidio, sino que he llegado a la plenitud, a un punto y aparte, y dejo el mundo alegremente. He vivido alegremente y alegremente dejo el mundo».

Ahora, casi un siglo después de su muerte, cada uno de sus cuadros vale millones de dólares. Sólo hay doscientos cuadros disponibles. Debe haber pintado miles, pero se han perdido; nadie se preocupó por ellos.

Si tienes un cuadro de Van Gogh significa que tienes sentido de la estética. Sus cuadros te dan reconocimiento. El mundo nunca reconoció su trabajo, pero no le importaba. Esta debería ser la forma de mirar las cosas.

Trabajas si te gusta. No pidas reconocimiento. Si viene, tómalo con soltura; si no viene, no pienses en ello. Tu realización debería estar en el trabajo mismo. Y si todo el mundo aprendiera este simple arte de amar su trabajo, sea el que sea, disfrutándolo sin pedir reconocimiento, tendríamos un mundo más hermoso y festivo.

Lo que ocurre es que el mundo te ha atrapado en un patrón miserable.
Lo que haces no es bueno porque te gusta ni porque lo haces per­fectamente, sino porque el mundo lo reconoce, lo premia, te da meda­llas de otro, premios Nóbel.

Se han llevado todo el valor intrínseco de la creatividad y han destruido a millones de personas porque no se pueden dar millones de premios Nóbel. Y el deseo de reconocimiento ha surgido en cada persona, por lo que nadie puede trabajar pacíficamente, en silencio, disfrutando de lo que hace.

Y la vida está hecha de pequeñas cosas. Cosas pequeñas por las que no hay recompensa, por las que los gobiernos no dan títulos ni las uni­versidades dan premios honoríficos.

Uno de los grandes poetas de este siglo, Rabindranath Tagore, vivió en Bengala, India. Publicó su poesía y sus novelas en bengalí, pero no obtuvo ningún reconocimiento. Después tradujo un pequeño libro, Gitanjali, Ofrecimiento de Canciones, al inglés. Era consciente de que el original tenía una belleza que la traducción no tenía ni podía tener, por­que estas dos lenguas, el bengalí y el inglés, tienen estructuras diferen­tes, diferentes formas de expresión.

El bengalí es muy dulce. Aunque estés luchando, parecerá que estás sosteniendo una agradable conversación. Es muy musical; cada palabra es musical. Esta cualidad no se encuentra en el inglés y no puede ser aña­dida; el inglés tiene otras cualidades. Pero de alguna forma se las arregló para traducirlo, y la traducción -que es pobre en comparación con el original- recibió el premio Nóbel. Entonces, de repente, toda India se dio cuenta... El libro había estado a la venta en bengalí, en otras lenguas indias, durante años, y nadie le había prestado atención. Todas las uni­versidades querían darle un doctorado en literatura.

Calcuta, la ciudad donde vivía, obviamente fue la primera en ofre­cerle un título honorífico. Él lo rechazó diciendo: «No me estáis dando un título a mí, no estáis reconociendo mi trabajo, estáis reconociendo el premio Nóbel, porque el libro ha estado aquí en una modalidad mucho más hermosa y nadie se ha molestado ni en emitir una valoración».

Se negó a recibir ningún título honorífico diciendo: «Para mí es un insulto» .

Jean-Paul Sartre, uno de los grandes novelistas y un hombre que comprendía profundamente la psicología humana, rechazó el premio Nóbel. Dijo: «He recibido recompensa suficiente mientras creaba mi trabajo. El premio Nóbel no añade nada más, de hecho, es algo que me tira para abajo. Es bueno para los aficionados que buscan reconoci­miento; yo soy bastante viejo y he disfrutado suficiente. He disfrutado de todo lo que he hecho. Ha sido su propio premio, y no quiero ningu­na otra recompensa, porque nada puede ser mejor que lo que ya he reci­bido». Y estaba en lo correcto. Pero, en el mundo, la gente que está en lo correcto es muy poca: el mundo está lleno de gente equivocada y metida en trampas.

¿Por qué deberías preocuparte por el reconocimiento? Preocuparte por el reconocimiento sólo tiene sentido si no te gusta tu trabajo; enton­ces tienes sentido, entonces parece un buen sustituto. Detestas el traba­jo, no te gusta, pero lo haces porque recibirás reconocimiento; serás apreciado, aceptado. En lugar de pensar en el reconocimiento, reconsi­dera tu trabajo. ¿Te encanta? Si es así, esa es la finalidad del trabajo. Y si no te gusta, ¡entonces cámbialo!.

Los padres, los profesores, siempre insisten en que deberías recibir reconocimiento, deberías ser aceptado. Esta es una estrategia muy arte­ra para mantener a la gente bajo control.

En la universidad me decían una y otra vez: «Deberías dejar de hacer esas cosas... sigues planteando preguntas que sabes perfectamen­te que no pueden ser respondidas y que hacen que el profesor se sienta avergonzado. Tendrás que dejar de hacerlo, si no esta gente se tomará la revancha. Tienen el poder, ¡pueden suspenderte!".

Yo dije: «No me importa. Ahora mismo disfruto de las preguntas que planteo y de hacerles sentirse ignorantes. No tienen el coraje de decir simplemente: No lo sé». Si lo hicieran no se sentirían avergonza­dos. Pero aparentan saberlo todo. Disfruto haciéndolo; mi inteligencia se agudiza. ¿A quién le importan los exámenes? Sólo pueden suspen­derme si me presento a los exámenes, pero ¿quién se va a presentar? Si tienen la idea de que pueden suspenderme, no me presentaré a los exá­menes y me quedaré en la misma clase. ¡Tendrán que aprobarme por miedo a tener que enfrentarse conmigo un año más!».

Todos me aprobaron y me ayudaron a aprobar para librarse de mí. En su opinión estaba echando a perder a los demás estudiantes porque ellos también empezaron a plantear preguntas sobre cosas que se habí­an aceptado durante siglos sin el menor cuestionamiento.

Mientras enseñaba en la universidad, me ocurrió lo mismo pero desde un ángulo diferente. Ahora yo planteaba preguntas a los estu­diantes para llamar su atención sobre el hecho de que todos los conoci­mientos que habían reunido eran prestados y que no sabían nada. Les dije que no me importaban sus títulos, sino que me importaba su autén­tica experiencia, y que no tenían ninguna. Simplemente repetían libros anticuados, que hacía mucho tiempo se había demostrado que estaban equivocados. Entonces las autoridades universitarias empezaron a ame­nazarme: «Si sigues así, acosando a los estudiantes, te echaremos de la universidad» .

Yo dije: «¡Qué extraño! ¡Cuando era estudiante no podía hacer preguntas a los profesores; ahora que soy profesor no puedo hacer pre­guntas a los alumnos! ¿Qué función cumple esta universidad? Debería ser un lugar en el que se planteen preguntas, en el que se comiencen investigaciones. Las respuestas no tienen que hallarse en los libros, sino en la vida y en la existencia».

Les dije: .«Podéis expulsarme de la universidad, pero recordad, estos mismos estudiantes por los que me estáis expulsando, quemarán la universidad». Dije al vicecanciller: «Deberías venir a ver mi clase».

No podía creérselo: en mi clase había por lo menos doscientos estu­diantes... y como no quedaba espacio, se sentaban en cualquier lugar que encontraban: en las ventanas, en el suelo. Él dijo: «¿Qué ha pasa­do?, sólo tenías diez alumnos».
Le respondí: «Esta gente viene de oyente. Han dejado sus clases porque les encanta estar aquí. Esta clase es un diálogo. Yo no soy supe­rior a ellos, y no puedo negar a nadie la asistencia a mi clase. No impor­ta que sean alumnos míos o no; si alguien viene a escucharme, es alum­no mío. De hecho deberías permitirme usar el auditorium. Las clases son demasiado pequeñas para mí».

Él dijo: «¿Auditorium? ¿Te refieres a que toda la universidad se reúna en el auditorium? Entonces, ¿qué harán los demás profesores?».

Yo dije:, «Eso que lo piensen ellos. ¡Por mí pueden colgarse! Deberían haberlo hecho hace tiempo. Ver que sus alumnos no van a escucharles debería haber sido indicación suficiente».

Los profesores estaban indignados, las autoridades universitarias también, finalmente tuvieron que darme el auditorium porque los alumnos les obligaron, pero con muchos recelos. Y dijeron: «¿Qué extraño, por qué asisten a su clase todos los estudiantes que no tienen relación con los estudios de filosofía, religión o psicología?».

Muchos estudiantes dijeron al vicecanciller: «Nos encanta. No sabí­amos que la filosofía, la religión y la psicología pudieran ser tan intere­santes, tan intrigantes; si lo hubiéramos sabido habríamos elegido esas asignaturas. Pensábamos que eran asignaturas áridas; que sólo interesa­ban a los empollones. Nunca habíamos visto a la gente jugosa apuntar­se a ellas. Pero este hombre ha hecho que estos temas sean tan signifi­cativos que no nos importa suspender nuestras propias asignaturas. Lo que estamos haciendo es tan correcto en sí mismo, y estamos tan claros con ello, que ni nos planteamos cambiarlo».

En contra del reconocimiento, en contra de la aceptación, en con­tra de los títulos... pero finalmente tuve que irme de la universidad, no por los estudiantes, sino porque reconocí que si podía ayudar a miles de estudiantes, era un pérdida de tiempo quedarme. Puedo ayudar a millo­nes de personas afuera, en el mundo. ¿Por qué debería seguir vinculado con una pequeña universidad? Mi universidad puede ser el mundo.

Y puedes verlo: he sido condenado.

Ese es el único reconocimiento que he recibido.

Se me ha tergiversado de todas las formas posibles. Se ha dicho contra mí todo lo que se puede decir en contra de un hombre y todo lo que se puede hacer en contra de un hombre se ha hecho contra mi. ¿Crees que eso es reconocimiento? Pero amo mi trabajo. Lo amo tanto que ni siquiera lo llamo trabajo; simplemente es mi alegría.

Y todos los que eran mayores que yo y reconocidos, me decían: «Lo que estás haciendo no te va a dar ninguna respetabilidad, en el mundo».

Pero yo dije: «Nunca la he pedido y no sé lo que haría con mi respetabilidad. No puedo comérmela, no puedo beberla».

Aprende una cosa básica: haz lo que quieras hacer, lo que te encan­te hacer y nunca pidas reconocimiento. Eso es mendigar. ¿Por qué debe­ría uno pedir reconocimiento? ¿Por qué debería uno desear la aceptación?

Echa una mirada a lo más profundo de ti. Quizá no te guste lo que estás haciendo, quizá tengas miedo de estar yendo por una pista equivocada; la aceptación te ayudará a sentir que estás en lo correcto. El reconocimiento te hará sentir que vas hacia el objetivo correcto.

La cuestión reside en tus propios sentimientos íntimos; no tiene nada que ver con el mundo externo. ¿Por qué depender de los demás? Todas estas cosas dependen de los demás; tú mismo te estás haciendo dependiente.

No aceptaré ningún premio Nóbel. Para mí son más valiosas las condenas de todas las naciones del mundo, de todas las religiones. Aceptar el premio Nóbel significaría hacerme dependiente; no estaría orgulloso de mí, sino del premio Nóbel. Ahora mismo sólo puedo estar orgulloso de mí; no hay nada más de lo que pueda estar orgulloso.

De esta forma te conviertes en un individuo. Y ser un individuo viviendo en completa libertad, asentado en tus propios pies, bebiendo de tus propias fuentes, es lo que hace que un hombre esté realmente centrado, enraizado. Éste es el principio del florecimiento último.

Las personas supuestamente reconocidas, las personas que reciben honores, están llenas de basura y nada más. Pero están llenas de la basura que la sociedad desea, y la sociedad les recompensa dándoles premios.

Cualquier hombre que tenga un sentido de su propia individuali­dad vive por su propio amor, de su propio trabajo, sin que le importe en absoluto lo que piensen los demás. Cuanto más valioso sea tu trabajo, menos probable será que obtengas de él alguna respetabilidad. Y si tu trabajo es el trabajo de un genio, entonces no vas a recibir respeta­bilidad en toda tu vida. Serás condenado mientras vivas... y después, dentro de dos o tres siglos, te dedicarán estatuas, tus libros serán res­petados, porque a la humanidad le cuesta dos o tres siglos llegar al nivel de inteligencia que el genio tiene actualmente. La distancia es muy grande.

Para ser respetado por los idiotas tienes que comportarte de acuer­do a sus modales, a sus expectativas. Para ser respetado por la humani­dad enferma tienes que estar más enfermo que ellos. Entonces te respe­tarán. ¿Pero qué obtendrás? Perderás tu alma y no habrás ganado nada".


Osho, Más allá de la psicología
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